Más que solo sonidos
No estoy pensando en el tono o color de los sonidos, por cierto. Aunque algunas personas no logren emitirlos, también tienen sus voces que merecen ser tomadas en cuenta.
Me refiero a la presencia digna en el lugar y tiempo adecuados, a la valentía y coherencia de nuestras opiniones, a la responsabilidad de saber decir y hacer lo correcto y cuando corresponde, aunque no sea lo más popular.
A la mayoría, en algún momento, puede que nos haya tocado tener que ser la «voz incómoda» en diferentes ámbitos. Usualmente, es incómodo oír o decir ciertas cosas. Pero lo incómodo tiene que ser redimensionado por lo justo, necesario y conveniente.
De entrada, me gustaría aclarar que no hago una apología a la impertinencia, la falta de tacto o la chabacanería. La Biblia abunda en el rechazo a tales necedades y en el encomio de la palabra sabia o con gracia, incluso del silencio oportuno. La Biblia también promueve el valor de la coherencia entre lo que se dice (profesa) y se hace (Santiago 1:22-27).
¿Por qué incomoda?
La voz de un ser querido a veces puede sonar incómoda, porque lo que dice, por bueno que parezca, no agrada; al menos no de entrada. Puede incomodar la voz de la maestra, del jefe, del novio, de la esposa, del amigo, del hermano, del compañero de trabajo o del ministerio cristiano. ¡Puede incomodarnos incluso la voz de Dios! (Génesis 3:10-11).
Muchas veces, la incomodidad se debe a la percepción de quien la emite; también a que desnuda nuestros complejos, carencias y demás procesos humanos y espirituales no elaborados (personalizar, suponer, no distinguir entre opiniones y personas, soberbia y similares).
No; no es tanto el dedo, sino la herida nuestra lo que genera en nosotros y nosotras la incomodidad. Algo similar le ocurre a quien le incomoda o cuesta hablar lo que tiene que decir.
Muchas de nuestras incomodidades tienen que ver con nuestros patrones culturales, con nuestras experiencias y antecedentes, o con un esquema teológico. Nos incomoda lo distinto, lo que nos mueve las referencias, lo que nos saca de nuestra zona de confort. A veces, nos incomoda también aquello que amenaza nuestro sentido de dignidad, seguridad o poder.
La utilidad de una voz incómoda
Una vez Dios le propuso a un profeta la genial idea de hablar a una gente que no iba a escuchar (Ezequiel 2:5; 33:33). ¡Quién quiere cantar o hablar ante un público indiferente! A veces toca, y por varias razones.
- La voz incómoda puede servir como testimonio del carácter y la voluntad de Dios ante un momento o situación planteada, para que «sea tenido por justo» en ello (Salmos 51:4).
- La voz incómoda puede librar a una comunidad de peligros que no han sido considerados. La voz incómoda puede llamar de vuelta a los propósitos divinos.
- La voz incómoda puede enriquecer un proceso formativo o disruptivo (Hechos 10; 15).
- La voz incómoda puede, incluso, ser una manera de expresar amor (Hebreos 12:6-7; Proverbios 9:8).
Así que ni soberbia ni cobardía, porque «no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de amor, poder y dominio propio» (2 Timoteo 1:7).
¡Bendita incomodidad!
La labor del Espíritu puede tornarse incómoda, cuando nos muestra nuestros pecados e injusticias, busca convencernos y llevarnos a glorificar a Cristo con todo nuestro ser, hacer y decir.
Como a Pablo, ¿a quién no le resulta incómodo tener que hacer o decir lo que no quiere, o dejar de hacer o decir lo que sí quiere? Con todo, ¡es preferible vivir incomodados, que sobrevivir acomodados! ¡Bendita incomodidad que nos alinea con el Reino de Dios y su justicia!
Pienso hoy en tantas personas que tienen que hacer de «voces incómodas» en sus familias, trabajos, círculos de amigos, iglesias, ministerios, arena pública y demás. Dios les dé sabiduría para saber cuándo callar, discernimiento y valor para saber cuándo y cómo hablar, pase lo que pase, especialmente sabiendo que lo hacen «como para el Señor» (Colosenses 3:17).
Pienso en la incomodidad que significó para Mandela, Luther King, Teresa de Calcuta y otros tantos asumir lo que asumieron por el bien de los demás. Pienso en la incomodidad de tener que hablar de ciertos temas, encarar ciertas problemáticas, denunciar determinadas injusticias y hacer las propuestas que el momento reclama. ¿Experimentamos o asumimos los costos de esa incomodidad?