En la Biblia, muchas de las personas cercanas a Dios acaban en prisión. José, Sansón, Jeremías, Daniel, Juan Bautista, Pedro, Juan, Santiago, Pablo, Silas, Aristarco, Andrónico, Junías e incluso Jesús, cuando lo arrestaron, todos pasaron tiempo tras los muros y las rejas de la prisión.
Todos ellos experimentaron el sufrimiento de ser separados de sus seres queridos: la oscuridad, la opresión y la soledad. No debería sorprendernos que los cristianos sientan el llamado de ir a las cárceles para visitar y asistir a quienes se encuentran recluidos. Dios espera que seamos la luz en las tinieblas y faros de esperanza donde suele haber desesperanza.
Brindar esperanza
Como capellán de una cárcel, recibí la inspiración de Isaías 58:10: dedícate «a ayudar a los hambrientos y a saciar la necesidad del desvalido». La opresión emerge de numerosas fuentes: la pérdida de la libertad, la pérdida de la dignidad, entornos inhóspitos, la vergüenza, el sentimiento de culpa, la depresión y la ansiedad. Los presos también tienen ansias de recibir buenas noticias, de ser aceptados, de ser comprendidos y de tener la oportunidad de remediar lo que han hecho.