Tras ocho años de desempeñarme como trabajadora social en Brasil, creo firmemente en el potencial de las comunidades de fe para ayudar a reducir las desigualdades que afectan la vida de las mujeres.
Muchas de estas desigualdades las hemos heredado a través de la cultura imperante en nuestra familia o comunidad y nos parecen normales. En las iglesias, solemos reflexionar poco al respecto, lo que es un error.
Problema global
La desigualdad entre hombres y mujeres tiene como consecuencia que se les dé más valor a los hombres y a los niños que a las mujeres y a las niñas, lo que puede llevar a abuso y violencia. En el mundo, una de cada tres mujeres experimentará violencia física o sexual en algún momento de su vida. A raíz de ello, muchas serán estigmatizadas y culpadas, lo que hará difícil que lleven vidas dignas y plenas en su familia, lugar de trabajo y comunidad.
Durante los desastres o los conflictos armados, las mujeres y las niñas están expuestas a mayores riesgos. En estas situaciones, puede ser más fácil que las personas en posiciones de autoridad abusen de su poder, y la violencia sexual podría utilizarse como un arma de guerra.
Lugares de refugio
En una crisis, las iglesias y otros recintos de culto suelen convertirse en lugares de refugio. Por lo tanto, es esencial que tanto el liderazgo como los miembros de las congregaciones se tomen el tiempo de discutir y entender por qué las mujeres sufren varias formas de discriminación y violencia y el impacto que estas tienen en sus comunidades.
De la misma manera, deben identificar, cuestionar e intentar cambiar patrones de comportamiento poco útiles o actitudes incorrectas en su propia vida. Luego, pueden determinar la mejor manera de acoger y brindar el apoyo necesario a las personas afectadas por la violencia sexual y de género.