«Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra.» (Génesis 1:1)
«Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan.» (Salmo 24:1)
La tierra no nos pertenece a nosotros, ¡le pertenece a Dios! Es un regalo que Él nos da, un hogar que compartimos con el resto de la creación. Sin embargo, este regalo conlleva una responsabilidad.
¿Gobernantes o administradores?
Leer Génesis 1:26-31 y Génesis 2:1-15.
En Génesis 1, Dios les dijo a los seres humanos que tuvieran «dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo» y que llenaran la tierra y la sometieran (Génesis 1:26, 28). En ocasiones, este pasaje se ha utilizado para justificar el abuso de la tierra.
Algunas personas creen que la orden de «gobernar» la tierra significa que tenemos autoridad absoluta sobre la creación. Desde esta perspectiva, la naturaleza es un recurso del que todos los humanos nos beneficiamos a nivel económico, sin importar los impactos ambientales. Esta teología ha permitido que un número de cristianos talen bosques tropicales para cultivar soya, que sirve de alimento para el ganado, y que contaminen ríos con productos residuales de las minas a medida que extraen metales preciosos.
Para cuestionar estas ideas, algunos cristianos han dirigido su atención al segundo relato de la creación en Génesis 2. En el versículo 15, Dios ubicó a los humanos en el jardín del Edén y les ordenó que «lo cultivaran y lo cuidaran». En otras palabras, nos dio la responsabilidad de actuar como administradores de su creación: cuidar, administrar, supervisar y proteger todo lo que le pertenece. ¡Qué honor y privilegio!
Lo anterior no nos da licencia para explotar ni abusar de la tierra de Dios. Como administradores, necesitamos actuar a favor de los intereses del propietario, al tratar su «propiedad» con respeto. No debemos usarla de manera que les causemos daño a nuestros vecinos. Un día, tendremos que rendirle cuentas a Dios por la forma en que tratamos su tierra.
Cuando olvidamos nuestra responsabilidad de ser administradores sabios, la creación gime. La tierra ya no puede suplir la demanda de recursos naturales que exigimos los humanos. Nuestros residuos y la polución están envenenando el aire, el suelo y el agua. Si seguimos explotando y abusando de la tierra de Dios, ¿qué heredarán las futuras generaciones?
Tengamos cuidado con la enfermedad del «¿por qué preocuparnos?».
Cuando nos enfrentamos a grandes problemas a nivel mundial, producto de actividades humanas, como el cambio climático y la contaminación de la tierra y el mar, es fácil sentirnos abrumados. Podríamos darnos por vencidos y decir: «bueno, esto no es mi culpa. No hay nada que pueda hacer para evitarlo. Dejémoselo a los políticos». Podríamos pensar: «¿a quién le importa si uso bolsas de plástico, si lanzo basura por la ventana del auto, etc.? Solo soy una persona, ¿qué importancia puede tener?».