Los pequeños desacuerdos son parte de la vida diaria y, casi siempre, pueden resolverse de forma rápida y efectiva hablando sobre lo ocurrido, pidiendo perdón y siguiendo adelante.
Sin embargo, cuando la comunicación fracasa, cualquier pequeño desacuerdo —ya sea en la familia, la comunidad, la nación o la región— puede convertirse en un problema mucho más grande.
Por ejemplo, imagínese a dos personas paradas hombro a hombro, mirando un arroyo que tiene menos agua de lo normal. Están conversando acerca de qué hacer. Una de ellas propone desviar el agua hacia los cultivos, pero la otra considera que habría que usar el agua para abastecer un molino. A esta altura, si trabajan juntas, es posible que encuentren una solución satisfactoria para ambas.
Pero comienzan a discutir y rápidamente el argumento se torna personal. Ya no están paradas hombro a hombro, centradas en resolver el problema en común, sino que cada una está viendo a la otra como el problema. Su discusión se vuelve más agitada, se dicen cosas desagradables y empiezan a mencionar desacuerdos pasados. Se les empieza a hacer cada vez más difícil encontrar una manera de salir de esa situación.
Al sentirse frustradas y estar enojadas, dejan de hablarse y, en su lugar, comienzan a hablar la una de la otra con personas que apoyan su punto de vista. El problema original se pierde entre una serie de acciones y respuestas negativas: un grupo construye canales para desviar el agua hacia los cultivos, así que el otro grupo destruye los canales para que el agua pueda fluir hacia el molino; el primer grupo daña el molino, entonces el segundo grupo destruye los cultivos; y así se intensifica el conflicto.
Durante este proceso de represalias, cada vez hay menos comunicación directa y se vuelve más difícil reconocer los hechos. Los rumores y la desinformación ganan terreno, la confianza desaparece y el nivel de violencia aumenta.