El río que atraviesa la ciudad de Recife, en Brasil, se desborda con frecuencia, inundando viviendas y comercios a lo largo de sus riberas.
El asentamiento informal de Sapo Nu, con sus callejones densamente poblados y sus inadecuadas instalaciones de saneamiento y recolección de desechos, era una de las zonas afectadas. Cada vez que el río se inundaba, las casas y los negocios resultaban dañados, se propagaban enfermedades y se perdían vidas.
Situaciones como estas alrededor del mundo no nos afectan a todos de la misma manera. Tener recursos económicos suele traducirse en tener una vivienda sólidamente construida y más segura, ubicada más lejos de los riesgos, dinero en el banco y pólizas de seguro para casos de emergencia.
Pero las personas que viven en la pobreza económica tienen muchos menos recursos para hacer frente a los desastres y recuperarse de ellos. Suelen tener menos acceso a las ayudas públicas para reconstruir o reubicarse. Y, es probable, que tengan que elegir entre pagar una atención médica vital o tomar medidas para protegerse de una inundación que ponga en peligro su vida.
Un sistema que no funciona
Los desastres son síntomas y consecuencias de la forma en que las sociedades y los Gobiernos organizan y distribuyen los recursos disponibles dentro y entre regiones. Esto se conoce como sistema económico.
El actual sistema económico global está fallando. Provoca contaminación, degrada el medio ambiente y amplía las desigualdades al impedir que muchas personas accedan a los recursos que necesitan. Como resultado, cada año, mayor cantidad de personas se ven afectadas por los desastres.
Si queremos reducir el número de desastres y la magnitud de su impacto, debemos construir un mundo más justo y seguro en el que las necesidades de todos estén cubiertas y nadie tenga demasiado o demasiado poco. Un mundo donde lo que tenemos no se logre a expensas de los demás ni del mundo natural.